Por fin. ‘El siglo XVIII llegó a España’, rezaba una pancarta de la Ciudad Condal el 28 de mayo en Plaza Catalunya. Ese mismo día, el “historiador” nacionalcatólico Pío Moa escribía en el obituario de Libertad Digital “o la democracia acaba con estos delincuentes o estos delincuentes acaban con la democracia”. Estábamos en el zénit del 15M, las espadas por todo lo alto, el mo v i mi e n t o ciudadano había tocado una fibra sensible de la población y su éxito era incuestionable, el país entero estaba encandilado de su juventud rebelde. Las acampadas eran un hervidero de vida y creatividad, y a Moa le dolía la cabeza. Una semana antes, cuando la marea azul del 22 de mayo aún no nos había inundado de chapapote, incluso políticos y voceros de los rincones más cavernarios del reino, sin temblarles el pulso, afirmaban que era necesario escuchar a los indignados, “la voz de la calle”. Pero a la calle nunca se la escucharía, la construcción del terrorista antisistema dueño del 15M en el imaginario colectivo comenzó la misma noche del 22M, jamás se consideró otra posibilidad.
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